Rosa Rosae








La primera vez que Eugenio vió a Rosa sólo le llamó la atención su forma talluda, su cabeza alargada, chapada, profunda. Pero Rosa no parecía, por lo demás, gran cosa.

Eugenio, en un principio, no se fijaba en Rosa. La ignoró, le pareció un invento más, un adorno perecedero.

Pero Rosa se quedó prendada nada más verlo. Para Rosa, Eugenio era un personaje de cuento, un mago de alguna historia, algún ser de algún plano superior, una perfección fuera de todo pronóstico. Que guapo, que guapo, que guapo. ¿Qué tiene?, ¿Qué tiene?, ¿Qué tiene?.

Un día de tantos, Rosa, deseosa, queriendo que Eugenio la admirara, se abrió.

Un espectacular traje amarillo, con puntas rosadas, capas y capas del mejor traje de noche, adornado discreta pero perfectamente con ocho hojas verdes eran el acompañamiento perfecto a su olor, entre miel y flores

Rosa estaba exuberante. Más que preciosa estaba pletórica, frondosa como un jardín. Como a una cenicienta, todos los que coincidieron se quedaron mirándola. Más bien la expresión de los ad-miradores era de estupor, como la expresión con la que miran al crater unos excursionistas que, recién lo alcanzaron, descubren que va a entrar en erupción inminente. Estupor por lo inesperado y pánico por una competidora belleza con la que no pueden ni siquiera enfrentarse.

Rosa era mayúscula, firme, implaba todo aquello que la veía. Daba vida a los objetos inertes sólo para que la alabaran. Rosa era

Rosa, casi diosa, era semiconsciente de su belleza. De no quedarse embobada, atorada, patidifusa, le libraba no estar viéndose de continuo. Los que la rodeaban no tenían tanta suerte.
Eugenio no tuvo tanta suerte. No pasó un día desde que la llevó a su habitación, no pasaba un rato sin que acercara su cara a la de ella y oliese su perfume. Ni cinco minutos sin que Eugenio se quedara mirándola: Para él, Rosa no tenía espinas.

Rosa se enamoró de Eugenio nada más verle, Eugenio se enamoró de Rosa nada más fijarse. Y cada noche, él se acostaba a su lado, y la amaba despierto y después la amaba en sueños.

Rosa era feliz y Eugenio decía serlo. Un día, sin anestesia ni preámbulos, sin ni siquiera miedo a hacerla daño, Eugenio la dijo que había otra mujer, Mercedes. Y le dijo que la elegía a ella.

¿Quién ese esa mujer? Maldita, maldita sea. Maldita.

Entonces Rosa enloqueció.

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