Captura de una burbuja

Es costumbre en todos los miembros de mi familia que Eugenio llamanse usar un gran vaso de agua capaz de contener hasta dos litros del susodicho líquido o de cualquier otro, con el fin de no tener los dos molestos bultos sobre la mesa que serían el vaso y la jarra.

Cuando el vaso está vacío, no nos queda más remedio que levantarnos a rellenarlo, cosa que hacemos con gusto y esmero, pero también con cierta prisa (Quizá sea esta la que da el esmero y la que no impide el gusto).

Cierto día en el que la impaciencia me corroía más que de costumbre, procediendo al llenado del vaso en cuestión, maté el tiempo fijándome en la vasta cantidad de burbujas que la ya nombrada prisa causa; observé que una era ciertamente bonita y pensé que tenía que ser para mi.

Sin más dilación, volteé el vaso pues, como todo el mundo sabe, una vez que la burbuja se ha reunido con el aire circundante es tarea extremadamente difícil, tan solo apta para los más pacientes recuperarla y volver a empaquetarla en su acuática envoltura.

La burbuja escapó por el desague a velocidades cuasi supersónicas y no tardé en lanzarme en pos de ella.

Yo, rápido para muchas cosas, pero no para la que todas estais pensando, enseguida alcancé a la burbuja que buscaba, y dime cuenta de que no tenía con que atraparla, por lo que dime la vuelta, retorné a mi cocina y agarré el primer cachivache que a mi mano llegó, que, oh casualidad, resultó ser una brújula.

¿Cómo iba a encontrar ahora mi burbuja entre tanto agua?. Dime prisa otra vez más y, apenas llegué al Pisuerga, me subí a una roca y oteé el rio. Pregunté a uno y otro pez, investigué en todas las escuelas submarinas, interrogué a toda alga que se precie y ninguna había visto mi burbuja.

Mientras cabizbajo y decaido me acercaba a la orilla para, rendido, volver a casa, la casualidad quiso que la viera, observándome, asustada, quieta, tapándose los ojos para que no la reconociera. Yo disimulé cuanto me fué posible, pero en cuanto no pude ocultar que la había visto la gorgorita giró sobre sus tacones y comenzó un sprint que obtuvo como respuesta que yo comenzase otro, no casualmente en la misma dirección y sentido.

Tras el Pisuerga llegó el Duero, fue una persecución sin cuartel, no hubo tiempo para aparcar al lado de unas truchas ni para observar las desembocaduras de los afluentes. Al llegar al oceano, exhaustos y desarmados, la burbuja paró y me preguntó: "¿Por qué me persigues?".

Yo contesté: "¿Por qué huyes?"

Y le expliqué el motivo de mi persecución: Quería mantenerla encerrada en mi brújula para que así nunca se perdiera en la atmósfera.

La buscadora de Otoños conserva (o debería conservar) esa burbuja, del tipo de las gorgoritas en alguna parte de su habitación.

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